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miércoles, 11 de junio de 2025

Responsabilidad política y corrupción estructural: una mirada ineludible

     En cualquier hogar, si existen ingresos comunes y uno de sus miembros asume la responsabilidad de administrarlos, también asume la obligación de controlar su uso, rendir cuentas y actuar con honestidad. Si esa persona permite desvíos o irregularidades, su responsabilidad es evidente. Y si directamente organiza el desvío de esos fondos en beneficio propio, estamos ante una conducta claramente dolosa.

     Trasladado este principio al ámbito del Estado, la gravedad se multiplica. Los fondos públicos no pertenecen a quien los administra: pertenecen al pueblo. Por eso, todo funcionario, y especialmente quien ocupa la máxima magistratura de la Nación, tiene el deber no solo de ejecutar políticas, sino de controlar a quienes tienen a su cargo la gestión y el uso del dinero público. No se requiere que haya firmado personalmente cada contratación o cada gasto: su responsabilidad nace del deber de conducción, supervisión y control. Y si no lo hizo —o si deliberadamente toleró o encubrió un sistema de corrupción—, la responsabilidad sigue siendo plena.

     En lugar de ejercer ese control, lo que se habría configurado es un esquema organizado de saqueo al Estado, mediante mecanismos sistemáticos de corrupción, desvío de fondos y presunto lavado de dinero. Para ello se habrían utilizado estructuras aparentemente legales —como empresas hoteleras o firmas inmobiliarias— cuyo fin real habría sido simular operaciones lícitas y justificar ingresos de origen ilícito.

     Este no es simplemente un caso de negligencia administrativa o falta de controles internos. Es, como mínimo, la tolerancia activa de una maquinaria diseñada para beneficiar a sectores cercanos al poder. La lógica institucional se convierte en una lógica patrimonial. Y esa transformación solo puede explicarse desde el conocimiento, la complicidad o el liderazgo.

     Y esto vale para cualquier funcionario público, sin importar su ideología, partido o narrativa política. La corrupción no tiene bandera: la tiene quien traiciona la confianza depositada por la sociedad. Las responsabilidades no se diluyen por afinidad política, ni se borran por relato. Lo que está en juego no es solo el dinero público, sino la integridad del sistema democrático.

     En una república, donde el poder emana del pueblo, los funcionarios deben rendir cuentas. Y cuando existen indicios de corrupción estructural, la Justicia debe actuar como garante del interés colectivo. No basta con decir que “no firmó”; quien dirige tiene el deber de saber, prevenir y, sobre todo, impedir. El pueblo, verdadero titular de los recursos del Estado, exige transparencia, verdad y justicia.

Autor: Juan Carlos Luis Rojas





domingo, 25 de mayo de 2025

25 de Mayo: ¿Libres de qué? Una revolución pendiente en nuestro interior y nuestra sociedad

 “Espero que algún día nos liberemos… de nosotros mismos.”

     Cada 25 de mayo recordamos la Revolución de Mayo de 1810, ese punto de quiebre histórico que encendió la chispa de la independencia. Seis años después, el 9 de julio de 1816, se formalizaba aquella aspiración colectiva de dejar de ser colonia. Pero la pregunta que hoy nos interpela es: ¿realmente somos libres?

     Es cierto que rompimos las cadenas del dominio extranjero. Sin embargo, seguimos atrapados en otras cadenas, quizás más invisibles pero igual de opresoras: las divisiones profundas, las polarizaciones agresivas, la falta de un proyecto común, el egoísmo social, el hambre, la pobreza, y una corrupción que, como un cáncer, debilita los cimientos del país.

     La libertad no se agota en la soberanía territorial. Requiere también justicia, igualdad, honestidad, diálogo, y sobre todo, responsabilidad colectiva. La Revolución que necesitamos hoy no se trata de tomar plazas, sino de transformar corazones y estructuras. De superar el “ellos contra nosotros” para construir un “nosotros” real, donde el futuro no dependa de quién gane una elección, sino de la fuerza de un proyecto compartido.

     No podemos seguir celebrando independencia si cada vez más personas dependen de un sistema que no los integra ni los respeta. La verdadera revolución pendiente es la de los valores: la del respeto, el compromiso cívico y la empatía.

     Este 25 de mayo, recordemos a los hombres y mujeres que soñaron con una patria libre. Pero más que recordarlos, honrémoslos haciéndonos cargo del país que todavía necesita ser liberado. No ya de potencias extranjeras, sino de nuestras propias miserias.

La historia no terminó en 1816. Tal vez, ni siquiera empezó del todo.

Juan C. L. Rojas