En cualquier hogar, si existen ingresos comunes y uno de sus miembros asume la responsabilidad de administrarlos, también asume la obligación de controlar su uso, rendir cuentas y actuar con honestidad. Si esa persona permite desvíos o irregularidades, su responsabilidad es evidente. Y si directamente organiza el desvío de esos fondos en beneficio propio, estamos ante una conducta claramente dolosa.
Trasladado este principio al ámbito del Estado, la gravedad se multiplica. Los fondos públicos no pertenecen a quien los administra: pertenecen al pueblo. Por eso, todo funcionario, y especialmente quien ocupa la máxima magistratura de la Nación, tiene el deber no solo de ejecutar políticas, sino de controlar a quienes tienen a su cargo la gestión y el uso del dinero público. No se requiere que haya firmado personalmente cada contratación o cada gasto: su responsabilidad nace del deber de conducción, supervisión y control. Y si no lo hizo —o si deliberadamente toleró o encubrió un sistema de corrupción—, la responsabilidad sigue siendo plena.
En lugar de ejercer ese control, lo que se habría configurado es un esquema organizado de saqueo al Estado, mediante mecanismos sistemáticos de corrupción, desvío de fondos y presunto lavado de dinero. Para ello se habrían utilizado estructuras aparentemente legales —como empresas hoteleras o firmas inmobiliarias— cuyo fin real habría sido simular operaciones lícitas y justificar ingresos de origen ilícito.
Este no es simplemente un caso de negligencia administrativa o falta de controles internos. Es, como mínimo, la tolerancia activa de una maquinaria diseñada para beneficiar a sectores cercanos al poder. La lógica institucional se convierte en una lógica patrimonial. Y esa transformación solo puede explicarse desde el conocimiento, la complicidad o el liderazgo.
Y esto vale para cualquier funcionario público, sin importar su ideología, partido o narrativa política. La corrupción no tiene bandera: la tiene quien traiciona la confianza depositada por la sociedad. Las responsabilidades no se diluyen por afinidad política, ni se borran por relato. Lo que está en juego no es solo el dinero público, sino la integridad del sistema democrático.
En una república, donde el poder emana del pueblo, los funcionarios deben rendir cuentas. Y cuando existen indicios de corrupción estructural, la Justicia debe actuar como garante del interés colectivo. No basta con decir que “no firmó”; quien dirige tiene el deber de saber, prevenir y, sobre todo, impedir. El pueblo, verdadero titular de los recursos del Estado, exige transparencia, verdad y justicia.
Autor: Juan Carlos Luis Rojas
No hay comentarios :
Publicar un comentario