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martes, 17 de junio de 2025

¡Respeto a la Ley! Sin justicia no hay país posible

     Vivimos en un país enfermo, no solo por sus crisis económicas o sus conflictos sociales, sino porque hemos normalizado algo mucho más profundo y corrosivo: el desprecio por las leyes. Nos estamos acostumbrando a vivir en una sociedad donde la Constitución parece un papel decorativo, las leyes se interpretan según conveniencia, y las instituciones son pisoteadas en nombre de liderazgos personales que reemplazan el valor del sistema por la fuerza del carisma.

La enfermedad de nuestra democracia

     Argentina —como muchas naciones latinoamericanas— arrastra una deuda estructural con el respeto institucional. La Constitución Nacional, piedra angular de nuestro contrato social, se vulnera impunemente. Y lo más grave es que no se trata de un hecho aislado o de un solo sector: la tendencia a no cumplir la ley ha calado hondo en todos los niveles, desde el ciudadano común que evade normas básicas, hasta quienes deberían dar el ejemplo desde los tres poderes del Estado.

Sumado a esto, asistimos a un fenómeno cada vez más inquietante: la adoración de personalidades por encima de las instituciones. Líderes políticos, sociales o mediáticos se transforman en figuras de culto, inapelables, intocables, idolatradas por sus seguidores, incluso cuando violan reglas elementales de convivencia democrática.

Este fanatismo partidario, tanto de un lado como del otro, ha degenerado en enfrentamientos estériles, en el desprecio mutuo, y en una peligrosa relativización de la legalidad: lo que antes era inaceptable, ahora “depende de quién lo haga”.

Sin ley no hay democracia

     El respeto a la ley no es una opción: es el fundamento de una sociedad libre y justa. No puede haber progreso, ni equidad, ni paz social, si la norma se salta cada vez que estorba intereses. Si hay diferencias, están los mecanismos legales: el debate parlamentario, el reclamo judicial, el voto ciudadano. Esa es la vía. No el agravio, no el apriete, no la violencia callejera ni los atajos mesiánicos.

Basta de atajos emocionales

     Es hora de ponerle un límite a los discursos cargados de odio, a las excusas ideológicas, al “ellos lo hicieron peor” y al “todo vale si es por mi causa”. Respetar la ley es respetarnos como comunidad. No hay democracia sólida si no hay instituciones fuertes. Y no hay instituciones fuertes si los ciudadanos las socavan cada vez que no les convienen.

Hoy más que nunca, frente a las crisis, frente a la desesperanza, el camino no es romper más, sino reconstruir el respeto por las reglas de juego comunes.






miércoles, 11 de junio de 2025

Responsabilidad política y corrupción estructural: una mirada ineludible

     En cualquier hogar, si existen ingresos comunes y uno de sus miembros asume la responsabilidad de administrarlos, también asume la obligación de controlar su uso, rendir cuentas y actuar con honestidad. Si esa persona permite desvíos o irregularidades, su responsabilidad es evidente. Y si directamente organiza el desvío de esos fondos en beneficio propio, estamos ante una conducta claramente dolosa.

     Trasladado este principio al ámbito del Estado, la gravedad se multiplica. Los fondos públicos no pertenecen a quien los administra: pertenecen al pueblo. Por eso, todo funcionario, y especialmente quien ocupa la máxima magistratura de la Nación, tiene el deber no solo de ejecutar políticas, sino de controlar a quienes tienen a su cargo la gestión y el uso del dinero público. No se requiere que haya firmado personalmente cada contratación o cada gasto: su responsabilidad nace del deber de conducción, supervisión y control. Y si no lo hizo —o si deliberadamente toleró o encubrió un sistema de corrupción—, la responsabilidad sigue siendo plena.

     En lugar de ejercer ese control, lo que se habría configurado es un esquema organizado de saqueo al Estado, mediante mecanismos sistemáticos de corrupción, desvío de fondos y presunto lavado de dinero. Para ello se habrían utilizado estructuras aparentemente legales —como empresas hoteleras o firmas inmobiliarias— cuyo fin real habría sido simular operaciones lícitas y justificar ingresos de origen ilícito.

     Este no es simplemente un caso de negligencia administrativa o falta de controles internos. Es, como mínimo, la tolerancia activa de una maquinaria diseñada para beneficiar a sectores cercanos al poder. La lógica institucional se convierte en una lógica patrimonial. Y esa transformación solo puede explicarse desde el conocimiento, la complicidad o el liderazgo.

     Y esto vale para cualquier funcionario público, sin importar su ideología, partido o narrativa política. La corrupción no tiene bandera: la tiene quien traiciona la confianza depositada por la sociedad. Las responsabilidades no se diluyen por afinidad política, ni se borran por relato. Lo que está en juego no es solo el dinero público, sino la integridad del sistema democrático.

     En una república, donde el poder emana del pueblo, los funcionarios deben rendir cuentas. Y cuando existen indicios de corrupción estructural, la Justicia debe actuar como garante del interés colectivo. No basta con decir que “no firmó”; quien dirige tiene el deber de saber, prevenir y, sobre todo, impedir. El pueblo, verdadero titular de los recursos del Estado, exige transparencia, verdad y justicia.

Autor: Juan Carlos Luis Rojas