Vivimos en un país enfermo, no solo por sus crisis económicas o sus conflictos sociales, sino porque hemos normalizado algo mucho más profundo y corrosivo: el desprecio por las leyes. Nos estamos acostumbrando a vivir en una sociedad donde la Constitución parece un papel decorativo, las leyes se interpretan según conveniencia, y las instituciones son pisoteadas en nombre de liderazgos personales que reemplazan el valor del sistema por la fuerza del carisma.
La enfermedad de nuestra democracia
Argentina —como muchas naciones latinoamericanas— arrastra una deuda estructural con el respeto institucional. La Constitución Nacional, piedra angular de nuestro contrato social, se vulnera impunemente. Y lo más grave es que no se trata de un hecho aislado o de un solo sector: la tendencia a no cumplir la ley ha calado hondo en todos los niveles, desde el ciudadano común que evade normas básicas, hasta quienes deberían dar el ejemplo desde los tres poderes del Estado.
Sumado a esto, asistimos a un fenómeno cada vez más inquietante: la adoración de personalidades por encima de las instituciones. Líderes políticos, sociales o mediáticos se transforman en figuras de culto, inapelables, intocables, idolatradas por sus seguidores, incluso cuando violan reglas elementales de convivencia democrática.
Este fanatismo partidario, tanto de un lado como del otro, ha degenerado en enfrentamientos estériles, en el desprecio mutuo, y en una peligrosa relativización de la legalidad: lo que antes era inaceptable, ahora “depende de quién lo haga”.
Sin ley no hay democracia
El respeto a la ley no es una opción: es el fundamento de una sociedad libre y justa. No puede haber progreso, ni equidad, ni paz social, si la norma se salta cada vez que estorba intereses. Si hay diferencias, están los mecanismos legales: el debate parlamentario, el reclamo judicial, el voto ciudadano. Esa es la vía. No el agravio, no el apriete, no la violencia callejera ni los atajos mesiánicos.
Basta de atajos emocionales
Es hora de ponerle un límite a los discursos cargados de odio, a las excusas ideológicas, al “ellos lo hicieron peor” y al “todo vale si es por mi causa”. Respetar la ley es respetarnos como comunidad. No hay democracia sólida si no hay instituciones fuertes. Y no hay instituciones fuertes si los ciudadanos las socavan cada vez que no les convienen.
Hoy más que nunca, frente a las crisis, frente a la desesperanza, el camino no es romper más, sino reconstruir el respeto por las reglas de juego comunes.
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